
La columna del Cardenal
Cardenal Francis George, O.M.I.
A tiempo para la eternidad
Navidad: el misterio del Hijo unigénito de Dios, quien tomó forma y naturaleza humana hace más de dos mil años, coloca este mundo temporal dentro de un marco de eternidad. La creencia en otra vida que dura para siempre es, en el mejor de los casos, una suposición a menos que tengamos contacto con un Dios cuya existencia no tiene principio ni fin. La vida con semejante Dios es eterna, aún cuando él entra en esta dimensión temporal. El contacto con Jesús mediante la gracia que nos hace partícipes de su vida, es una promesa de nuestra propia vida eterna.
La fe cristiana primero nos habla del cielo para hablarnos después de la tierra. Creemos en un Dios cuyo reino no es, finalmente, de este mundo. Sin la certeza de la vida eterna, ¿por qué debería uno permanecer de por vida en un matrimonio que está en problemas? ¿por qué debería uno hacer votos de celibato en nombre del reino de Dios? ¿por qué debería uno morir antes que renegar de la fe? Aún las personas que no tienen fe en Dios se sacrificarían por sus hijos o incluso por su país, ya que esto les aseguraría una especie de “inmortalidad” en este mundo, incluso después de su muerte personal; sin embargo, el sacrificio que pide la fe cristiana presupone que nuestra vida aquí se enmarca en la convicción de que nuestra verdadera vida está por venir.
Una sed de eternidad le da mayor profundidad a la vida en el tiempo. Puede traer alegría, incluso en el sufrimiento, que es parte de la vida diaria en esta tierra. Nos dice que los funerales son mucho más que “celebraciones” de la vida de quienes se han ido, como si tuviéramos que recorrer largos e intrincados caminos para engañarnos en creer que la muerte, parafraseando a Macbeth, de Shakespeare sin la “luminosa promesa de la inmoralidad” no es otra cosa que un testimonio lleno de ruido y de furia, que no significa nada. Si sólo somos productos de la madre naturaleza, la tumba es nuestro hogar eterno, pero si la Madre Iglesia nos da a conocer a Jesús aquí, sabemos que viviremos para siempre.
En Jesús, cuyo nacimiento se acerca de nueva cuenta a la celebración, la eternidad entra en el tiempo y se hace presente para nosotros. Hemos escuchado los relatos del Evangelio e imaginado una presencia familiar, la de un bebé recién nacido. Volvemos la mirada a nuestra fe y nos damos cuenta que ese mismo bebé, cuyo cuerpo ha resucitado de entre los muertos, aún se encuentra presente en las formas del pan y el vino en la Eucaristía. Cuando hoy en día recibimos el cuerpo inmortal de Cristo en la Sagrada Comunión, nuestros cuerpos todavía mortales toman para sí la semilla de la inmortalidad. La eternidad está realmente presente en cada Eucaristía.
El Espíritu de Dios, activo en los asuntos de este mundo, especialmente mediante los ministerios de la Iglesia, mantiene viva la sed de eternidad que hay en nosotros. En tiempos oscuros, y en ocasiones frente a la oscuridad de nuestras propias acciones, podemos tener la esperanza de que saldremos de las sombras de esta vida hacia una existencia eterna después de la muerte, pues creemos en esa existencia, incluso sin poder describirla. Somos como los bebés en el vientre de su madre, incapaces aún de imaginar la belleza de la vida después del nacimiento.
En Navidad, damos gracias a Dios por nuestro Salvador y por su madre, la Virgen María, y damos gracias también por los dones de esta vida, por nuestras familias y amigos y por las muchas maneras, grandes y pequeñas, en las que nuestra vida aquí se ha enriquecido. Parte de nuestra gratitud surge de nuestra creencia de que, gracias a la relación que tenemos con Dios en Cristo, ninguna de las cosas buenas de esta vida se perderá. También ellas están unidas a la eternidad, porque son parte de nuestra vida en este momento.
¡Debe ser terriblemente absurdo vivir totalmente inmersos en las cosas de este mundo! Es como silbar en la oscuridad, escamoteándose a uno mismo el horizonte de la eternidad que se hace visible para todos en Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María. Él está a tiempo para la eternidad, nacido aquí, para llevarnos al más allá. Esta Navidad, tómese el tiempo con sus seres queridos, para tocar la eternidad en él.
Sinceramente suyo en Cristo:
Cardenal Francis George,O.M.I.
Arzobispo de Chicago